lunes, 12 de diciembre de 2011

Un detective en Babilonia (1ª parte)

Richard Brautigan escribió una extraordinaria parodia de novela negra que, en contra de mi voluntad, no he podido releer: “Un detective en Babilonia”. Me prestaron esa obra en un momento extraño de mi vida, mientras convalecía en un hospital militar de las secuelas recibidas por la explosión de una granada. El detective incompetente que me encontré en esas páginas me cautivó tanto que no he podido olvidarlo aunque hayan pasado treinta años de aquello, si bien en un principio no le di la importancia que debía y dejé pasar el tiempo, interesado en otros menesteres mundanos y literarios, tal vez pensando que no sería difícil hacerme con un ejemplar de ese libro en cualquier momento. Pero la editorial que lo publicó en castellano no lo ha reeditado y hoy es difícil hacerse con un ejemplar, aunque no es imposible, como se verá en un textículo de estos, dedicado a las cosas que se tocan y se huelen y se aman, como los libros de papel.

Podía haberlo comprado entonces, que por aquellos días se podía conseguir en cualquier librería, pero no lo hice. Podía haber robado el libro al soldado que me lo prestó conmovido por mi desesperación de no tener nada que leer en ese centro sanitario donde me llevaron desde el campo de tiro un viernes por la tarde, vestido con mis mejores galas de faena (preciosos los correajes castrenses), embadurnado de barro de cabeza a pies, manándome un hilillo de sangre por uno de los oídos, con las pesadas botas poniéndolo todo perdido y soportando a enfermeras que me chillaban por mi falta de decoro, además de apesadumbrado por poseer un solo cigarrillo y una única moneda de 25 pesetas que destiné para pegarles por teléfono un gran susto gratuito a mis familiares y, sobre  todo, encabronado porque no podría asistir a la cita con la mujer de la que yo era amante entonces, que teníamos concertada para esa misma noche, libre por fin después de tantos días de maniobras militares; pero, no, no se lo robé al soldado porque fue un buen tipo, un gran tipo al que acaban de extirparle las anginas. Se lo devolví después de leerlo, como hacen los lectores honrados.
Aquella tarde fue aciaga, tuve que justificar mi existencia a extraños personajes vestidos con batas blancas: perdí las ilusiones intentando convencerles de que yo esa mañana no había sido capaz de adivinar mi futuro por lo que, después del ¡boom”! que no me mató de puro milagro, me había sido imposible preparar mi ingreso en ese hospital provisto de una maletita con una muda de ropa interior limpia, calcetines de hilo, el uniforme de gala para cuando me dieran de alta, los zapatos de paseo, el pijama de rayitas, las pantuflas y las chancletas de baño y un neceser  con lo indispensable: champú y jabón, la navaja y  la espuma de afeitar, un peine, la pasta y el cepillo de dientes, cortaúñas, crema hidratante… Y, por supuesto, ni me había acordado del librito para leer a la luz del flexo en espera de la llegada del sueño purificador. Tuve que jurarle a enfermeras y monjas que no había preparado nada de eso porque me había despertado medio atontado en una vieja ambulancia militar y que me habían trasladado desde un campo de tiro a más de cien kilómetros del cuartel, sin tabaco, sin dinero…, con urgencia… tal vez más tocado de lo que aparentaba (“puedes tener algo reventado por dentro”, me animaron los que me transportaban). Aquel anochecer, con un Madrid de principio de fin de semana al fondo, bellísimo, supliqué en el territorio hostil de la planta once de un hospital militar, una vez que “me elevaron el acta de ingreso”, para que me autorizaran a asearme -“¡cuando lo ordene el capitán médico, te podrás duchar, ¿entendido?!”-: sólo permitieron que me lavase un poco, si bien, cómo no, me dejaron con mi camiseta y mis calzoncillos de cargo puestos (que estaban un poco sucios de barro pero limpios de otras impurezas). Cuando ya pensaba que aquel era un hospital sin camas, me asignaron una y me mandaron acostar, calladito y “sin dar guerra”. Me sentía una víctima de las armas bélicas y temblaba de rabia por haber perdido la oportunidad de no estar en esos momentos siendo dichoso con la mujer que justificaba ciertas extravagancias de mi personalidad.
Me salvó “Un detective en Babilonia”. Apiadado de mí, observando mi aturdimiento desde que llegué a la habitación, con una voz dolorida por su reciente operación de amígdalas, mi compañero de habitación me invitó a relajarme ofreciéndome su libro de lectura, ese que le había llevado su hermana para hacer más llevadera su permanencia allí. “Es bueno”, dijo. 
Casualidades de la literatura, yo conocía a su hermana, había asistido en alguna ocasión a algún recital suyo y había leído con interés algunos de sus poemas: en esos días ella era una joven poeta muy admirada en los círculos literarios por la calidad de su obra y por su belleza (pasados los años, cuando me zambullía en las extraordinarias novelas escritas por su marido –uno de los grandes autores de nuestra literatura del siglo XX- siempre la recordaría entrando en aquella habitación del hospital, dejando impreso en el aire ese aroma delicioso de diosa: “¡vaya hermana que tienes, compañero!”.
Richard Brautigan, como no podía ser de otra manera, me hizo feliz. Su personaje me pareció que era perfecto, la historia que contaba extraordinaria. Pero quedó relegado en un saludo militar, cuando me largué de ese hospital sin haberme atrevido a decirle a la hermana del soldado operado de anginas que era un honor para mí haber estado a su lado tan cerca de una cama.
Se quedó dormida en mí esa novela hasta el día –pasados varios años- en que descubrí una fotografía de la poeta en un suplemento literario, era una mujer ya madura,  igual de guapa: se me despertó el voraz deseo de volver a Babilonia con ese detective que soñaba con ser emperador de la ciudad de los maravillosos jardines colgantes… No lo encontré en las librerías. El libro estaba agotado. Pero yo debía encontrarlo, ser dueño de un ejemplar.
Los avatares han logrado que aún no haya podido releer esa novela que llegó a mis manos de una forma tan peculiar, hace ya tanto tiempo que casi me recuerdo en blanco y negro.
Hubo intentos para conseguirlo, casi lo logramos, pero no…
Lo contaremos en un próximo textículo de este cuaderno digital. Gracias por la espera.