sábado, 15 de marzo de 2014

La navaja barbera de cachas verdes


La tradición en la aldea donde yo nací exigía a los mozos que iban a cumplir con el servicio militar visitar unos días antes de su marcha, casa por casa, a los parientes, amigos y demás vecinos para despedirse de ellos y recibir «su bendición» y, en muchos casos, unas monedas «para tabaco» (yo recaudé setenta y tres duros y más de medio, que en aquel inicio de la década de los años 80 del siglo XX no era mucho dinero, pero tampoco era para despreciarlo). En vez de gastarlo en cigarrillos, yo guardé esas 368 pesetas en una lata antigua de Cola-Cao ilustrada con la estampa de una sonriente señora que elevaba sobre las cabezas de un niño y una niña, implorantes, una bandeja con el bote amarillo del deseado y nutritivo polvo marrón. Por eso del romanticismo, me ilusioné pensando que ese dinero lo iba a destinar como ayuda, una vez que me hubiera licenciado, para la compra del billete de tren que me llevaría a ver a la que fue mi primera novia, que vivía con sus padres en un pueblo llamado Torrente, provincia de Valencia: era una chica morena, un año más joven que yo, de una hermosa mirada de un profundo color castaño y un cuerpo de 170 centímetros del altura perfectamente proporcionado que despedía un olor como el que yo no he vuelto a oler y que, según ella me confesaba con un orgullo impropio de mujer fatal –y por ello abrasándome con la quemazón de los celos–, volvía la mirada de los hombres en los paseos marítimos de la costa del Azahar. Nos conocimos durante las vacaciones de verano en el salón de baile de su pueblo, lugar que no sobrepasaba los 100 habitantes y que se podía ver desde el mío los días claros si uno ascendía a media falda de la sierra y guiaba su mirada hacia el sur. Era una aldea también de casas blancas de campesinos que se apretujaban en lo más hondo de un valle que mostraba todo el esplendor de su paisaje en lontananza, cruzado por una hilera verde de altísimos chopos que ocultaban la cicatriz del río. En ese lugar del mundo, buscando un rincón para nuestra intimidad descubrimos un claro en un bosquecillo de robles, escondite idílico de nuestra pasión, y fue allí donde ella y yo nos amamos por primera vez abrazados y revolcándonos sobre la mullida alfombra de hierba una tarde de sol y calor, arrullados por el rumor del agua de un arroyuelo que corría ajeno a nosotros, enamorados hasta la obscenidad como premio de nuestra recién estrenada juventud... Al final, la lejanía de nuestras vidas (la de ella junto al mar, la mía en Madrid) y mi infidelidad arrojaron nuestra historia en la cuneta del desamor.

2

Recién «tallado», orgulloso por pertenecer al grupo de los «quintos», fui hasta la barbería para decirle adiós a un hombre al que yo quiero mucho, entre otras cosas porque me ha regalado dos cosas importantes en mi vida, su amabilidad y sus caramelos de menta, además de ser el padre de dos de mis amigos de entonces, siendo el más joven de ellos el más íntimo y querido de todos por mí, además de compañero de correrías estivales. Como gesto de despedida, el barbero me metió un paquete de Lucky Strike sin boquilla en el bolsillo de la camisa, me puso un caramelo de menta en la mano y me regaló una navaja de afeitar, de cachas de pasta verde, de la marca Filarmónica doble temple número 14, que según me dijo había comprado en una navajería colindante a la Plaza Mayor, en Madrid, al final de los años cincuenta. Siempre me fascinó ver cómo afeitaba este hombre a sus parroquianos: humanizado hasta lo más profundo de una caricia, deslizaba el filo de esa herramienta fatal por la cara rasurando al cliente en un ras-ras armónico y jabonoso. Le pedí que me afeitara con ella: «Cuando la uses nunca pierdas de vista la hoja», me aconsejó mientras me hacía la primera pasada. «Un hombre afeitado con navaja es un hombre elegante», me dijo mirándome a los ojos. «Lleva siempre los zapatos limpios y la cara bien afeitada y triunfarás con las mujeres», espetó mientras yo le miraba a través del espejo barbero cómo limpiaba el jabón de «mi» navaja en un paño que había colocado sobre mi hombro derecho. La navaja también la guardé en la lata de Cola-Cao, junto con las 368 pesetas, con la intención de comenzar a afeitarme con ella una vez acabado mi servicio militar.

3

No es que yo triunfe mucho con las mujeres pero, como todos los hombres, vivo mis aventuras más o menos tristes o alegres, más o menos interesantes, más o menos vulgares... En esa época, en el cuartel de Infantería de Marina donde me habían destinado contra mi voluntad (y muy incómodo, por muy bonito que fuera el uniforme de gala) tuve la visita de una mujer que también olía muy bien y de la que fui amante durante nueve años. Ella fue la culpable de que no viajara a Torrente, provincia de Valencia, y, nublada mi volutad, las monedas que había guardado en la vieja lata de Cola-Cao fueran despreciadas y terminaran mezcladas un día con el resto de la calderilla de mi bolsillo, una vez ya licenciado, ya en Madrid, cuando merodeaba en las tardes de ocio por la calle Velázquez en espera del encuentro furtivo con esa mujer que me había elegido desde hacía al menos dos años y por la que no tuve reparos en traicionar a aquella primera novia.

4

Perdí la navaja barbera de cachas verdes en París, cinco años después. No pudo ser en otro lugar. Aunque siempre me ha quedado la sospecha de que solo la escondió (ella era consciente de la importancia que tenía para mí ese objeto) la mujer de la que era amante y con la que viví allí durante dos meses, una mujer muy vistosa que también hacía volver la mirada a los hombres que se cruzaban en su camino, esa misma que fue a verme al cuartel del Tercio Sur de la Armada y cuya falda suscitó silbidos lujuriosos a los «popeyes» de San Fernando, provincia de Cádiz. Ella tuvo que esconderla –no encuentro otra explicación– aprovechando un descuido mío o como venganza después de una discusión (mi papel de amante mi permitía a veces ser descortés y caprichoso y eso a ella, una mujer  unos años mayor que yo, le encrespaba). Ella tuvo que ser, seguramente había guardado la navaja con la intención de devolvérmela algún día, cuando ya no estuviéramos juntos, o al menos no compartiéramos el mismo baño, porque también le horrorizaba (y yo no entendía el porqué) ver cómo me afeitaba con ese instrumento, decía que sentía un escalofrío inevitable cuando me veía la cara enjabonada, muy concentrado, plantado delante del espejo, acariciando mis mejillas esa afiladísima hoja de acero.

Tuve que sucumbir al final, como en tantas otras ocasiones y debido a las debilidades de mi condición con ella, después de abrumarla preguntando por mi navaja barbera con frases como «tú no sabrás dónde está, ¿verdad?», además de otras muchas plegarias, búsquedas frustradas y enfados. Di por desaparecida a esa navaja una mañana de los últimos días de septiembre en París, poco antes de regresar de nuevo a Madrid, cuando ella bramó, ofuscada por tanta insistencia, con la temida amenaza : «¡O la navaja o yo!». Opté por la mujer, durante cuatro años más…

5

Ha pasado más de un cuarto de siglo. A veces queda suspendido en el aire un olor que me recuerda el color verde de las cachas de esa navaja en París, mezclado con el del jabón de afeitar y la caricia ruda de las manos del barbero campesino que me afeitó por primera vez con ella. El aroma del valle y mi primera novia...