lunes, 26 de septiembre de 2011

En el nombre del pájaro


Escribindera: Esta palabra no existe en Castellano. Tampoco -es obvio- proviene de un vocablo de un idioma “tan invasor” como el inglés ni ha sido adoptada de una lengua “tan dura” como la alemana y no consideras que –sobre todo por el lugar dónde la usaste- pueda corresponder al habla popular de alguno de los dialectos o lenguas de España. Lo más lógico es pensar que es un humilde localismo. Y, por supuesto, es un término que no existe ni vive en Internet. Pero se te antoja que es una palabra bella, que te hincha un poco el corazón cuando la recitas: piensas que bien podría formar parte de las cien preferidas de un poeta un poco trasnochado y un tanto ingenuo (tanto que aún no ha descubierto twitter y su venenillo metido en frasquitos comunicantes de 140 caracteres, deformadas por cruel mutilación muchas de las palabras de esos mensajes cortos que revolotean de pantalla en pantalla, emperejilados de signos y cosas propias de un nuevo código de escritura ideado sólo para goce de los nuevos modernos –es terrible como al lenguaje tradicional escrito se le puede putear de tal manera, desafiando las normas elementales de la semiología -)… un poeta ingenuo y anticuado, dices, que de vez en cuando y para matar el aburrimiento juega al juego de recordar sus cien palabras más estimadas.

A “escribindera” tampoco tú la has inventado, pero la has utilizado, desafiante, rebelde y haciéndole un corte de mangas a los diccionarios, pero sin intención de romper el lenguaje, sino de jugar con ella, disfrutar de una palabra aislada en la geografía del Castellano, que oficialmente no es aceptada, pero que sí podría ocupar su espacio aunque sólo fuera con la modestia de un sinónimo (si se admiten las abreviaturas y demás zarandajas en el leguaje digital de las redes sociales… por qué no podría también una inocente palabra que alguien sin pedir permiso se inventó para identificar algo). Porque ésta ya existía como existe el ser al que identifica. Al menos en los días campesinos de tu infancia, en el reducido y apartado mundo de una aldea, cuando el progreso allí sólo se intuía en las estela de humo que un pequeño objeto metálico iba trazando en la pizarra azul del cielo a ocho mil metros de altura o a través de las voces de ese “aparato” en el que, de alguna manera, se habían metido personas que parloteaban sin parar, gentes de otro mundo. Pero en esos ocho primeros años de tu vida esas eran cuestiones que terminaban por diluirse y centrabas más tu atención -entre otras e importantísimas materias, y donde ya empezaba a embrujarte el infinito universo de las palabras escritas por culpa de las primeras lecturas literarias- en descubrir el mundo que tus ojos, tus piernas y tus padres te permitían a ras de tierra, porque realmente lo que existía era lo que tocabas, lo que pisabas y lo que veías: tus correrías de niño campesino eran inocentes, ajenas a la terrible complejidad de ese mundo ancho que en breve empezarías a descubrir. Y ahí estaba la escribindera, que no era un avión ni un aparato de radio y tampoco se refería a un personaje de un libro de cuentos infantiles. Era un pájaro, vivito y coleando, hermosa ave con su larguísima cola, que se desplazaba de aquí a allí con su vuelo de ondas, como si nadara en el aire, ajeno al niño que seguía sus evoluciones: ninguna otra cosa podía ser.

Escribindera:
Esa palabra te mató de nostalgia un día al descubrir una escribindera posada en un solar lleno de latas oxidadas de conservas y cascotes (listo para construir en él otro edificio de viviendas en ese alfoz de aluvión que se había formado a orillas de la gran ciudad), treinta años después de que abandonaras tus montes y ya fueras un “urbanita de lo más adaptado”, habiendo dejado al pájaro en un rincón oscuro de la memoria: ¡coño, una escribindera!, exclamaste y la persona que te acompañaba te miró como si hubieras dicho: ¡coño, un extraterrestre! Te guardaste el secreto de esa palabra, y pensando más tarde en ella no te fue difícil analizar que el que le dio ese nombre (¿fue un pastor, un labriego…, un viajero que recaló por allí?, ¿quién sería realmente, cuántos años o siglos habrán pasado desde entonces?) buscó la similitud de la cola del pájaro con el progreso de la pluma del escritor antiguo cuando rasgueaba en el papel… , ya que era lo más lógico, casi vulgar y poco imaginativo, pero no falto de elocuencia…


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Sin inclinarte, pues, por las nuevas formas de comunicación que se van imponiendo a través de las redes sociales, donde predomina el mensaje breve sin cuidar la forma (dicen que la prisa por llegar al receptor lo justifica y tú no tienes más remedio que aceptar que estas historias de pájaros y palabras pueden resultar demasiado monótonas o casposas, alejadas de la información de interés y la comunicación del “presente” ), y “corriendo el riesgo” de que a nadie le motive este cuaderno digital caracterizado por escribir en él lo que a uno le da la gana, consciente de lo pesados y largos que pueden resultar estos “textículos”…, a ti te es apetitoso despacharte aquí con lo que se te ocurre sobre la palabra “escribindera”, una palabra que no aparece en el diccionario ni en Internet. Diremos que la hemos rescatado de esa sombría esquina de la mente por puro gozo.

En el relato “Yo compré un hombre en Berlín”, la historia arranca así: “Me han dicho que en Berlín hay una pajarería donde venden una escribindera…” ¿Cómo es posible, si esa palabra no está aceptada ni en diccionarios ni en enciclopedias y los procesadores de textos de los ordenadores la subrayan como errónea? Leyendo el cuento, el lector descubrirá que el personaje que conduce la narración encuentra la tienda de pájaros en esa inmensa capital alemana, en el sótano de un oscuro edificio de una callecita de la ciudad antigua, casi llegando al rio Spree: ¿Logrará que le vendan el pájaro, además de comprar un hombre?

Si retrocedemos a la infancia, a la aldea donde naciste, inmersos en el ámbito exclusivo de una ensoñación literaria, a lo mejor descubres a ese hombre -el que fue “comprado” en Berlín- cuando aún era un niño que apenas había cumplido cinco años, pero que ya distinguía de los demás a un pájaro que se llamaba escribindera: de ese ave no se olvidará nunca, de su libertad, de su belleza..., le servirá de aliento durante los larguísimos años que tuvo que vivir contra su voluntad en Berlín.